La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Para ciertos hechos no hay digestión

Hay quien entiende el amor como un desequilibrio hormonal. Suelen embarcarse en relaciones fùtiles y breves. No son mis preferidas, aunque las prefiero a las siguintes.
Otros personajes comtemplan el amor como una relación de poder para con la otra persona. En esta ocasión el desequilibrio es más doloroso y menos divertido, me atrevería a decir. Suelen observar al otro desde un escalón superior y en ningún momento se plantean la posibilidad de empatar.
Inicialmente se muestran tiernos, de modo que surge esa admiración tan propia del binomio profesor-alumno. Los problemas aparecen cuando sienten (e insisto en el sienten porque suele ser algo de lo más subjetivo) que la admiración decrece. En ese precioso momento, guiados normalmente por su inestable autoestima, deciden que es necesario que la admiracíón vuelva a aparecer.
Sin embargo, no suelen pulsar las teclas adecuadas, ya que convierten su necesidad de admiración en menosprecio hacia la persona con la que comparten su vida. El despreciado, que no es tonto y se da cuenta de la jugada, no abandona al sujeto que "tiene mono" de admiración, sino que intenta trabajar para que, aunque no se sienta admirado, sí se sienta querido, respetado y comprendido. Es una labor dura y casi siempre poco reconfortante, pues su compañero sólo busca saciar su apetito. Se enfrenta a discusiones que rozan lo violento y lo animal, hasta que un día se rinde. Se rinde y, además, empieza a darse cuenta de que los encarnizados combates que ha llevado a cabo sí le han afectado, percibe que está dañado por dentro y no quiere convertirse en un "personaje hambriento de admiración". Por eso, herido y débil, abandona esa relación poco gratificamente y enormemente dañina.
Ella se marcha, recoge sus cosas. No le abandona, estará cerca de él, a una distancia considerable, donde pueda estar para apoyarle pero sin que sus constantes arremetidas puedas provocarle rasguños. Ella le quiere, porque sabe quien es, porque sabe que cuando él mismo se de cuenta de la gran persona que es, no necesitará la admiración de los demás, le bastará con la suya y entonces, sólo entonces, podrá amar de verdad. Ella, en la distancia, aún le admira, porque nunca dejó de hacerlo, fue sólo él el que dejo de entender con que ojos le miraba aquella muchacha que tan orgullosa se tumbaba en su vientre mientras él le leía el Romancero Gitano.
Y pasó el tiempo y él cambió, ya no dependía de la aceptación de los demás e hizo aquella llamada que tanto ansiaba. Ella respondió al otro lado, pero ella ya no era ella. La muchacha vivaz y alegre con la que él había compartido tantas noches en vela ya no estaba dentro de esa piel.
El dolor que ella aguantó sin queja alguna, las heridas que se limpió sola, al final habían dejado cicatrices, hondas y marcadas de las que ya no podía desprenderse. Él le rogó una nueva oportunidad y ella se la negó, no porque no le quisiera, sino porque ahora era ella la que no podía amar.
Ella, que pensó que aquel desprecio y aquellos desplantes los podría vivir como obstáculos necesarios para seguir caminando de su mano, sabe ahora que se fueron clavando lentamente en su cuerpo. Ahora no sabe ni cómo mirarse al espejo. Se pensó más fuerte y cuando todo acabó, las palabras pasadas se hicieron tumba y jaula para sus sueños.
Y ahora ella, ya no le admira. Pero aún le odia y sólo espera que llegue el día en que ya no le revuelva escuchar su voz.

1 comentario:

Unknown dijo...

Bueno, soy el primero. De pronto con esto me gano la admiración de alguien. Al fin logro ser el primero en algo. Je Je. Es fuerte lo que contás. Empieza como reflexiones generales y después se va haciendo dolorosamente autobiográfico. Es jodido cuando uno acumula heridas y se infectan y no drenan. Uno se pudre. Y conviene irse antes de que empiece la descomposición. Pero uno no se va, espera el imposible cambio.
La vanidad es complicada y la autoestima tan frágil que las más de las veces se sotiene solamente a través del autoengaño y de algunas complicidades. Y después que uno se hace cómplice termina también pagando por el delito.
Está bien que no puedas volver. Seguramente necesitarás alguien que te admire, aunque sea por un tiempo...