La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Vidas truncadas



Fueron diez años juntos, primero dos años de noviazgo mientras acabábamos nuestras respectivas carreras y otros ocho años de convivencia. Santiago había estudiado farmacia y había trabajado en diferentes empresas del sector. Yo finalicé los estudios de empresariales y era empleada de un banco. Disponíamos de una vida acomodada. Habíamos vivido de alquiler durante los primeros tres años en un barrio céntrico, buscábamos el ajetreo y la comodidad de estar próximos a los lugares que frecuentábamos. Posteriormente, aprovechando las facilidades que me daban en el banco, decidimos comprar una casa, de un tamaño algo reducido pero con una gran terraza. Aquella terraza la disfrutábamos incansablemente desde que aparecían las temperaturas cálidas de la primavera hasta que el final del otoño casi nos obligaba a estar fuera con guantes. Cenas, barbacoas, fiestas, etc. A veces nos arrepentíamos de tener ese espacio de esparcimiento. Cualquier amigo del grupo proponía que las reuniones desde mayo a octubre tuvieran lugar en nuestra residencia. Solían colaborar en la limpieza, por lo que no teníamos excesivas quejas, salvo las miradas de reprobación de los vecinos. El resto de la casa no tenía mayor encanto, dos habitaciones de tamaño reducido, salón correcto, cocina funcional y un baño. Lo peor de la casa era la hipoteca que me acompañaba durante 23 años más y que, ahora, pagaban mis padres.
Disfrutábamos de un ocio bastante extenso. Adorábamos el cine, él la ciencia-ficción y yo a los directores impronunciables. Tampoco se nos daba mal la gastronomía, además ahí coincidíamos: nos gustaba todo, así que al menos dos días por semana cenábamos o comíamos en algún restaurante. En parte esto estaba provocado porque ninguno eran un gran cocinero. Otra de nuestras pasiones eran los viajes. Nuestras vacaciones, unos días en Navidades y otros cuantos durante el verano, nos habían dado la posibilidad de visitar lugar increíbles.
No podíamos tener hijos, durante un tiempo no los habíamos querido, cuando llevábamos poco tiempo de relación me quedé embarazada y la práctica de una interrupción voluntaria del embarazo en una clínica poco ortodoxa nos había quitado la posibilidad de cambiar de idea. Probamos la adopción internacional y no superamos las pruebas psicológicas. Santiago sufría trastorno obsesivo compulsivo y no parecía presentar el perfil adecuado. Por eso, aquel verano del 2012 nuestro viaje fue a Nicaragua. Mediante internet habíamos conocido una organización nicaragüense de adopción, cuyos trámites eran menos rígidos y, digamos, más sencillos. Nos llegamos si quiera al aeropuerto de Managua, la policía nos detuvo en la habitación 14 de la posada del Arcángel.
Llevaba dos años en el módulo de mujeres de la prisión central de Nicaragua. Santiago estuvo unos meses en el módulo de hombres, más peligroso y violento. Justo hoy, hace dos años, esperando la cola para el asqueroso rancho que nos daban le dieron un navajazo.

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