La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Paramos, respiramos y reiniciamos la felicidad.

Como si no pasara el tiempo, tú y yo lo sabemos, no hace falta más.
No necesitamos palabras, únicamente mirarnos y así comprendemos que la eternidad habita en nuestra cama. La eternidad entendida como un regalo que puede borrarse de repente pero que disfrutaremos al máximo, proque la vida no entiende de límites ni de relojes.
Sentimientos con los que nos reencontramos al abrazarnos, al tocarnos y esa es la vida merodeando en nuestra piel.
Un instante, un instante vívido que nos obliga a entregarnos a la pasión, cumpliendo con los rituales nuevos de caricias y jadeos.
Así es el amor que cocinamos en las noches de tormenta, en las mañanas mezcladas con café y en las tardes en las que la siesta se difumina entre las sábanas.

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