La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Si me cortas las alas, me imagino unas más lindas, más hermosas y que me llevan más lejos

Estaba a punto de meterme en la cama cuando escuché tu llave introduciéndose en la cerradura de la puerta de nuestra casa.
Resoplé y rápidamente me colé entre las sábanas de la cama y me hice la dormida para evitar que mi consciencia me exigiera darte esa explicación a la que mi boca se negaba.
Entraste en el dormitorio con sigilo y cuidadosamente te fuiste poniendo el pijama. Renunciaste a lavarte los dientes para no desvelarme.
Luego, me diste un beso en la frente y, pensando que yo no te escuchaba, susurraste:
- Sé que ya no me quieres y que pronto te irás.
A la mañana siguiente, al despertarte, me viste prepando el café. Me sonreiste, te observé en las distancia y en el rencor. De madrugada, yo había intentado escapar pero encontré las cuatro ruedas de mi coche pinchadas.
Sólo lograste retrasar lo que igual tenía que ocurrir. Quizás te tomarás un café más conmigo, pero no lograste sacarme ni una nueva sonrisa. De hecho, sólo conseguiste que justo 28 días después me vinieran a recoger con dos cascos en la mano.
Ahora 12 años después puedo decirte:
no siempre escapo, sólo cuando me obligan a hacerlo.

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