La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Madrid-Barranquita: Un trayecto eterno


La ilusión, los sueños, las ansias de crecer y de aprender, hicieron que este verano emprendiera un viaje realmente especial. Mi experiencia no comenzó, como en ocasiones anteriores, en el momento en que tomaba mi vuelo, sino el primer día que conocí a todos esos compañeros de inquietudes, ahora amigos. La ONG con la que viajábamos exigía hacer un interesante curso para que, en su opinión, el mes que íbamos a pasar en un país del Sur (en mi caso Perú) no se convirtiese únicamente en una muesca en nuestra pistola. Transcurridas esas jornadas de aprendizaje formal (con una frecuencia de un fin de semana mensual durante tres meses) se iniciaría nuestro mes de inmersión.

Durante el mes de julio los cuatro miembros del grupo de Barranquita (esa era la zona de Perú en la que aprenderíamos y viviríamos) nos ocupamos de informarnos y formarnos acerca de la labor específica que las misioneras de la zona nos habían encargado. A parte de convivir, conocer y respetar a la gente de las comunidades que íbamos a visitar, debíamos organizar charlas sobre saneamiento, gestión de residuos, alimentación equilibrada y convivencia con animales. La estructura de las pequeñas conferencias no podía basarse únicamente en mensajes orales sino que teníamos que introducir dinámicas, ya que normalmente toda la comunidad iba a estar presente (hombres, mujeres y niños).

Una vez organizamos la información y el material, nos dispusimos a preparar nuestra cabeza y nuestros nervios. Así, ilusionados, nerviosos y sonrientes, nos montamos en un avión con dirección a Guayaquil, el día cinco de agosto. Tras las escalas, una noche de pernocte en Lima y unas cuantas horas de espera en Tarapoto, llegamos a Barranquita. Recuerdo aún la lluvia que nos recibió en Barranquita la noche que, tras toda una aventura en carro, alcanzamos ese pequeño pueblo. Nada más descender del vehículo pudimos ver las caras dulces y alegres de Lucero y Manuela, las dos misioneras que llevaban la zona en la que trabajaríamos y que supervisarían nuestra labor. Así, de este sencillo modo, en diez segundos, nada más descender del auto, sentimos que estábamos en casa.

Después de una deliciosa cena, nos mandaron descansar puesto que al día siguiente empezaba nuestra misión. Nos costó dormirnos. Los nervios y la lluvia golpeando al tejado impedían que nos conquistase Morfeo. A la mañana siguiente tuvimos una reunión con Lucero. Ella es la encargada de coordinar todos los proyectos educativos y sanitarios del área de Barranquita. Durante esa jornada, Lucero nos indicó la primera ruta que íbamos a caminar. No utilizo este verbo de forma gratuita, sino que los primeros ocho días teníamos que ir de una comunidad a otra andando, ya que no existía otra forma debido a las pocas facilidades que ofrece la selva en el tema de las comunicaciones. En ese primer encuentro, también intentó prepararnos anímicamente para las situaciones que íbamos a ver y tocar, intentando que ninguna se nos atragantase de modo que no pudiéramos reaccionar.

Durante esos ochos primeros días vivimos experiencias increíbles: cada día comer y cenar con una familia diferente, jugar con los niños y las niñas que siempre nos recibían sonrientes y con los brazos abiertos, escuchar historias que nos contaban, y aburrirles con las nuestras. A la vez, observamos esa vida que llevan esas gentes. Siempre tan diferente a la nuestra, en unas ocasiones llena de luz y color y en otras rozando la miseria y la muerte.

Por la noche acabábamos realmente agotados porque los senderos por los que caminábamos no eran sencillos y porque no había mucho tiempo libre. De hecho, tuvimos un percance durante la ruta itinerante. Una de las componentes del grupo sufrió un esguince. Obligatoriamente siguió realizando los trayectos lesionada y nos dio una lección de valentía y fortaleza a todos.

Pasados los días de trabajo y caminatas, regresamos a Barranquita. Ahora era el turno de visitar las comunidades de la carretera. La labor era la misma pero la intensidad disminuyó ya que dormíamos en la casa de las misioneras. De este modo era menor el tiempo que compartíamos con la gente. Igualmente nos sirvió para aprender con cada uno de los gestos que estas personas tenían con nosotros. Fuimos llevando nuestras palabras y nuestros juegos diariamente a estas comunidades más accesibles y fuimos cargando nuestro corazón de lecciones de incalculable valor. Luego, una nueva ruta para visitar nuevas comunidades más alejadas. En esta ocasión sólo eran tres días de aventura.

Finalizados los diferentes recorridos, llegó la evaluación de nuestra labor. Lucero no quería que les instruyéramos sólo sobre determinados temas, sino que también deseaba que le transmitiéramos a ella información sobre la labor de los promotores de salud que hay en cada comunidad, puesto que a ella le es imposible dirigir directamente a estas personas.

A pesar de la actividad que llevamos a cabo a lo largo de nuestro mes de estancia por esas tierras, también pudimos experimentar mil sensaciones que ahora luchar por colocarse y tomar sentido en nuestros cuerpos. Esas personas que hemos ido conociendo, esos hombres que han compartido sus preocupaciones con nosotros sin conocernos de nada, esas mujeres que han confiado en nuestras palabras, no pueden quedar relegados en un cajón de nuestra memoria. No.

Ahora es necesario que emprendamos mentalmente cada día un viaje a esas comunidades del Sur para remover los cimientos de nuestra injusta sociedad. Cierto es, que no es preciso vivir una experiencia de estas características para rebelarse y promover el cambio en el entorno que nos rodea. Pero, aún es más cierto, que una vez que los has abrazado es imposible no desear dejarse la piel constantemente para desajustar y reajustar los engranajes de este mundo amorfo que nos rodea.

Quizás, una vez que oyes esa lluvia, que escuchas esas voces y trabajas junto a esas manos. Cuando has limpiado sus heridas, convivido con su miseria y llorado sus muertes. No puedes mirar nunca más hacia otro lado cada vez que reconoces la injusticia y la vergüenza. Todos sabemos que es tentadora la idea de quedarse allí, tentadora y algo más sencilla que volver a esta ciudad deshumanizada e intentar que se sonroje a cada instante que hiere a los más desfavorecidos.

Recordemos que esas heridas, sangrantes y constantes, no son perpetradas únicamente por bancos y empresas, sino que nosotros también llevamos a cabo actos lacerantes. Por eso, la revolución no es extrínseca a nosotros, sino que una pequeña patada que le demos a esta sociedad viciada y horrible, que entre todos hemos construido y engordado, puede convertirse en un gran terremoto que derrumbe sus cimientos y nos obligue a reinventarnos.

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