La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Casi una vida juntos

Juan era el hijo del vecino de mi madrina. Cada domingo íbamos a comer a casa de Adelaida, así se llamaba aquella mujer estirada y asfixiante que habían nombrado mi guía espiritual. Aquellas comidas familiares, se convertían, para mí, en un infierno; me obligaban a bajar al patio interior a jugar con todos los niños del bloque.
Reconozco que odiaba esos domingos. A mí me gustaba el parque público de mi barrio, con sus columpios de hierro, donde corrías el inmenso peligro de pillar el tétanos si te dabas un mal golpe. Disfrutaba con aquellos chavales que llevaban las mismas zapatillas sintéticas que gastaba yo. Sin embargo, aborrecía, recordemos que era una niña y a todo se le pone mucha pasión, a aquellos señoritos con los que me ordenaban codearme y entretenerme en esa pequeña placita adoquinada y reluciente.
Algunos domingos me escaqueaba, al aludir que tenía sueño y me iba a tumbar en la cama. Nunca me dormí pero me libraba de la tiranía de los niños del vecindario de Adelaida.
No entendía sus juegos. En mi barrio, acudíamos en chandal, dispuestos a rompernos los pantalones de nuevo. Nuestra madres eran unas expertas cosiendo parches. Sin embargo, aquellos maniquies infantiles aparecían en el patio con el traje de los domingos. No se escuchaba por el balcón "Juanito, no te manches" porque era un edificio muy elegante, pero seguro que era la última frase que Doña Concha le susurraba a su hijo, antes de que éste saliera por la puerta de su casa.
A mí me resultaba todo tan artificial que una vez, incluso, pinché a Laurita, una de la pandilla, a ver si sangraba. Sangró, me pegó una bofetada y me llamó estúpida (alargando mucho la "s"). Salvó por el insulto, yo hubiera reaccionado igual. Eran niños de verdad, aún mucho peor, porque seguía sin comprenderlos.
Cumplidos los doces años, y tras el enfado de mi madrina con mi madre, yo me quedé sin guía espiritual, sin comida familiar y sin condena. Entenderán que recuperé los domingos de por vida. Descubrí, al mismo tiempo, que era atea, quizás sin mucha reflexión pero con mucha solidaridad hacia mi madre.
Así pasaron veinte años, sin frecuentar ese ambiente.
Cumplidos los treinta y dos, mi trabajo me obligaba a tener alguna reunión con vaporosas e irritantes personas (V.I.P), solían acabar francamente mal. Resumámoslo en que teníamos intereses diferentes.
Aquel martes, el encuentro se había acordado a las nueve de la mañana en la sede de la entidad con la que tenía el litigio. Me personé quince minutos antes, no soy una experta en calcular los tiempo, creo que es culpa de frecuentar el transporte público. La recepcionista me atendió amablemente y me ofreció un café, mientras me acompañana a las sala donde iba a tener lugar mi reunión. Esperé tranquila, disfrutando de mi café y repasando mentalmente qué temas debía abordar.
A la media hora abrió la puerta un hombre alto, de mirada vivaz y con unas manos huesudas. Lucía un estupendo bronceado estilo "esquiador". Además, llevaba la barba bien arreglada y el pelo recién cortado. Se presentó. Aquel nombre rápidamente se situó en mi memoria. Era Juan, el hijo de Doña Concha, aquel chiquillo que tanto se metía conmigo porque mi ropa no era tan "chula" como la suya. Ese día, yo vestía una falda del Corte Inglés, quizás era el momento de sacarme la etiqueta, y no de mencionar mi nombre. Daba igual, debía presentarme.
Tras pronunciar mi nombre, se pudo apreciar que él andaba buscándose en su cabeza. No estaba pendiente de la información que yo le estaba facilitando. Frené el derroche verbal y le resolví el misterio, por no perder más tiempo. Por su cara, le impresionó más que a mí la coincidencia. Finalizada la explicación de nuestro mútuo conocimiento, seguimos abordando las cuestiones relacionadas con lo profesional.
Evidentemente, surgieron discrepancias, pero se solventaron de un modo inesperadamente rápido. Recordaba a Juan como un ser más irracional. Supongo que aquellos veinte años también habían pasado por él.
Las dos horas y media de charla, donde sólo afrontamos temas laborales, resultaron interesantes y provechosas. En el momento de la conclusión, incluso, estuvimos de acuerdo en los pasos a tomar para agilizar el proceso. No obstante, la despedida convirtió aquel encuentro profesional en un soso ligoteo de adolescentes.
- ¿Por qué no volviste a visitarnos?- me soltó Juan a bocajarro.
- ¿Perdón?- respondí yo, algo contrariada con aquella pregunta.
- Digo que cuál fue la razón por la que nunca regresaste a jugar con nosotros.
- ¿En serio te interesa?- insistí de nuevo. Comprendan que me seguía sintiendo algo incómoda.
- Sí- y en tu cara se apreciaba una curiosidad desmedida por lo que yo fuera a responder.
- Mi madre rompió su amistad con Adelaida. Así que me libré de aquellos domingos espantosos.
- ¿Tan horrible era para ti?, bueno sí, se notaba, en la cara ¿Sabes? Eras muy expresiva, bueno... por lo que veo, lo sigues siendo. Estás coloradísima.
- Me aburría mucho, mucho más que ahora mismo, fíjate. De hecho, esta conversación me empieza a parecer sugerente pero... tengo otros asuntos esperándome- no quería resultar brusca, estaba más cómoda que al comenzar a tratar el tema, pero me quedaba una larga jornada laboral- Juan, lo siento, me tendría que ir.
- Hacemos una cosa. Dime donde trabajas, a qué hora sales y si te apetece cenamos.
- Me encontrarás casi siempre en la calle Ercilla, número 9. Salgo a las nueve y media de la noche.
- De acuerdo, a esa hora estaré. Después improvisamos.
Reconozco, que aquella frase no me pegaba nada para una persona como la que pensaba que era Juan. ¡Qué erróneo es prejuzgar!
A la hora señalada, apareció en la cristalera de mi centro una moto. Miré, es el gesto típico que acompaña al rugido de una moto, miré, como siempre lo hacía, aunque aquel sonido no fuera para mí. Resulta que aquel día el jinete sí venía a buscarme a mí. Sólo había un problema, venía acompañado por una linda doncella. Os quitasteis el caso y vi a Laurita. Sonreí, me arrepentí de aquella cita y salí a recibiros.
Nada más verme, Laura comentó la ilusión que le había hecho escuchar de la boca de su marido, es decir de Juan, la anécdota de nuestro reencuentro. ¡No digan que no estaba bien educada la niña! Les mostré mi lugar de trabajo y nos fuimos a cenar.
La velada que compartimos fue aburridísima, Juan con el tiempo me lo reconoció. Su mujer monopolizó la conversación con el tema hijos, compromisos, etc. Se quedó bastante cortada cuando a su pregunta de que por qué no me había casado, le respondí que era viuda. Luego, le aclaré que era broma. Pero creo que, si hubiera podido, su reacción hubiera sido similar a la del día del pinchazo.En algunos momento de tregua, Juan y yo podíamos compartir algún tema más ameno: fútbol, cine, libros, etc. Así, descubrí que teníamos bastantes intereses en común.
Me ahorraré los detalles, que parece que nunca llegó a lo fundamental. Al cabo de dos meses, éramos amantes. Pasados doce meses, pareja. Hoy treinta años después, vamos a ser abuelos, aunque no habrá ni bautizo ni madrinas.
Un día, si tengo tiempo, les cuento qué había sido de Juan en esos viente años que nos perdimos. Les puedo anticipar que tampoco sucedieron tantas cosas. Quizás el error, allá por 1954, fue mío que no supe mirar.
Y esto no es más que para celebrar
los 29 años de matrimonio de mis padres.
Dos amigos, dos amantes,
dos cómplices y dos personas maravillosas.

3 comentarios:

ro dijo...

Este cuento es de verdad muy lindo. ¿Es realidad o ficción? No entendí si estos personajes son copia de tus padres. Igual es precioso. Lo disfruté mucho. Besotes

la punta de mi lengua dijo...

¡Gracias por seguir visitando mi casa! No sabía yo si las reformas serían de su agrado

la punta de mi lengua dijo...

por cierto, todo inventadísimo. Era un regalo a mis padres, para estos amantes un relato de amor, nada más