Estoy triste, ayer murió mi perro. Empezaba a sospechar que algo raro le pasaba. Llevaba unas jornada sintiéndose mal. Se le notaba, en especial, por las mañanas que ya no venía a molestarme a mi cama, cuando sonaba el despertador. Os voy a explicar cómo sucedió.
Un día a la vuelta del trabajo entré en la cocina, llegaba muerta de sed y observé que mi adorable y querido Uko no había probado ni una de sus galletitas. Quise darle, sólo, una importancia relativa. Al fin y al cabo, a mí había días que tampoco me entraba el hambre. Pasados unos días, sí me alarmé. Eran seis días los que llevaba sin comer.
Dado que la cabezonería es una de mis grandes virtudes, o defectos, ya veremos, me propuse que aquel jueves mi animalito no hiciera más dieta. Así lo hice, le obligué a comer. Al día siguiente, más de lo mismo, le obligué a comer. El sábado, procedí del mismo modo, le obligué a comer. Y el domingo, no cambié mi rutina y le obligué a comer. Así anduvimos él y yo, con nuestra particular guerra. Yo, entre tanto, pensaba que en el fondo Uko no estaba más que reclamando un poco más de atención por mi parte. Lo viví como un pequeño juego.
El viernes por la noche, comenzó a hacer unos ruidos horribles. Yo estaba hablando con mi madre por teléfono y el dependiente animalillo casi ni me dejaba oír lo que me comentaba mi progenitora. Decidí colgar y llamar a las urgencias veterinarias.
Cuando llegué, poco pudieron hacer por él, salvo ahorrarle sufrimiento y sacrificarlo. La veterinaria concluyó que lo había matado. Nunca debí cebarlo, Uko no deseaba jugar.
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