Te conocí un miércoles del mes de marzo. Al mediodía te subiste en mi taxi y pronunciaste tu destino: el puerto de la Morcuera. A pesar de que me extrañara ese destino, arranqué dispuesta a cumplir la petición.
Orienté mi retrovisor, era un taxi compartido y mi compañero medía algunos centímetros más que yo. De repente observé una sonrisa luminosa y linda con la que me emborraché. De la radio surgió una canción alegre y enérgica, pareció aparecer un gesto de aprobación en tu cara y subí el volumen, provocando un tímido "gracias" dislocado en tu boca.
Fue hora y media de recorrido. Llegamos al sitio indicado, pagaste el importe y descediste del vehículo. A mí me tocó volver hacia Madrid con la extraña sensación de dejar escapar una aventura formidable.
Una hora y pico más tarde, un señor distinguido levantó su mano para solicitar mis servicios en la calle Bravo Murillo. En cuanto se acomodó en el asiento me hizo saber que alguien se había dejado una cartera. Lo llevé a su destino y, finalizado ese trayecto, debía dar contigo.
Y te encontré.
Ya no te pierdo.
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