La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Excesos

Catorce años llevo dejándome la piel, y parte de la vida, ante flashes, focos, mánagers y lenguas viperinas del negocio. La naturaleza me había dotado con unas medidas perfectas (87-58-89) y mi madre debió detectarlo desde mi más tierna infancia porque , mientras mis compañeras jugaban a rayuela y al pañuelo, yo visitaba castings y promociones en los que lucía mi mejor cara. A los 8 años acumulaba ya varios premios de prestigiosos certámenes de belleza infantil, de los cuales mi madre alardeaba como si fueran mérito suyo. Yo prefería las competiciones de patinaje pero mi progenitora me obligó a dejarlo puesto que suponían un gran riesgo para mis piernas. Pocas actividades realizaba de las que pudiera disfrutar: la jornada escolar, como cualquier niño normal, y, posteriormente, a la academia donde me enseñarían automaquillaje, pasarela, posado, etc. Recuerdo aquellos viajes diarios desde mi colegio en Barajas hasta la calle Príncipe de Vergara, en los que tenía que convertirme en una contorsionista en el coche para quitarme el uniforme y vestirme con el modelo que mi madre había elegído para cada ocasión, mientras yo sólo soñaba con un bocadillo de chorizo que nunca llegaba.
En el colegio mis calificaciones eran bastante buenas teniendo en cuenta el tiempo del que disponía para hacer deberes y estudiar lecciones. Yo soñaba con ser bióloga, pero no pude llegar ni a pisar la facultad. El verano en el que mis compañeros estaban enfrentándose a la prueba de acceso para la universidad, yo me trasladaba a vivir a París puesto que, tras una gran campaña para una conocida marca de ropa, las ofertas se multiplicaban y parecía, según mi madre, que la capital gala era más propicia para la fama mundial.  Era el año 2003 y yo emigraba. Los 6 años que pasé en París fueron bastante provechosos, aquella ciudad era mi centro neurálgico pero no pasaba más de cinco días seguidos en casa: Milán, Nueva York, Londrés, Shangai, Tokio, ... Viajé por todo el mundo, aunque no puedo decir que sean ciudades en las que haya pisado un solo momumento. Desfiles, grabaciones, promociones, galas, cenas, etc. me tenían entretenida las 24 horas del día. Era un ritmo frenético y a veces me sentía desfallecer pero, ya me habían advetido de que aprovechara esos años porque a partir de los 28 mi carrera comenzaría a apagarse.
De París, por decisión propia me fue a Nueva York. Aquello fue aún más intenso a nivel laboral y emocional. LLegaba a la "Ciudad de las Oportunidades" en otoño del 2009. Allí tenía varios amigos por lo que fue relativamente sencillo adaptarse. De nuevo pagaba un alquiler por una casa que casi nunca disfrutaba. La Nochevieja de aquel año conocí a Martín, fotógrafo argentino con gran proyección el mundo de la moda. Nos encontramos en el pasillo que iba hacia los baños del local donde se celebraba la fiesta de Fin de Año. Ahora sé que ninguno de los dos veníamos de usar el urinario. No fue necesario conocernos excesivamente para comenzar a vivir juntos: compartíamos pasiones y vicios.
Fueron casi cuatro años de relación, aunque las horas que pasamos juntos no creo que sumasen más de dos meses seguidos.
Martín murío de una sobredosis hace 11 meses y yo escribo esta carta desde un centro de rehabilitación. Mi madre no ha venido ni una vez a visitarme.



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