La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Mi historia

Fue un martes. El sol resplandecía y me obligaba a forzar la vista. Me había olvidado las gafas de sol en la mochila. Era una constante en mi vida; los diarios cambios mochila-bolso provocaban que nunca llevase todo lo que necesitara. Me puse la mano sobre la frente a modo de visera y, por fin, pude ver con nitidez.
Durante un breve lapso de tiempo me quedé paralizada, incluso llegué a plantearme que estaba soñando por lo que me pellizqué. No era posible que a escasos cien metros de mí, estuviera aquella figura. No, estaba despierta, el dolor que sentí y la rojez que apareció en mi piel eran claras muestras.
Evalué la situación y decidí girarme. Volvío sobre mis pasos para continuar intentando vivir como si nada hubiera pasado.
Durante diez años fue, más o menos,  sencillo. Alguna pesadilla, algún signo que me alertaba y alguna jaqueca; pero supe lidiar con ello. Imagino que haberme traslado a vivir a Toronto ayudaba.
Tenía una vida cómoda,  clases en la facultad, yoga en "Bikram Centre", paseos por el midtown y cafés en West Side. Sin riesgos, sin precipicios y sin pasión. Todo parecía estable y perfecto.
Volvió a ser martes, salí de la universidad y tomé el autobús 510 hasta la avenida Spadina. Esta vez no tuve escapatoria. Nos encontramos,  al menos yo, nada más bajar del autobús. A pesar del tiempo que había transcurrido desde la vez que te vi a las puertas del "Estiu", pude reconocerte. Más canas y más barba pero la misma sonrisa. Volví a sentirme algo agredida emocionalmente pero tuve que afrontar aquella conversación que proponías.
Fueron tres horas, que luego fueron seguidas por quince días, el período vacacional que, me dijiste, te habían concedido en el periódico para el que trabajabas. A pesar de mis obligaciones laborales, logramos compartir bastantes experiencias y momentos, aunque algunos encuentros quedaron ensombrecidos por tus extrañas y apresuradas ausencias.
Pasaron las dos semanas y te llevé al aeropuerto. De algún extraño modo sabía que era la despedida, la de verdad, la última. Facturaste y, como sobraba tiempo, propusiste invitarme a un café. Ya en la horrible cafetería, me diste la noticia.  No estabas de vacaciones.  Estabas de baja por enfermedad y,  nada más llegar a Segovia,  tu ciudad natal, comenzarías un tratamiento de quimioterapia,  aunque con pocas posibilidades de éxito. Lloré,  disfrutamos del café y de nuestro último beso.
A los cuatro días recibí una llamada de un número desconocido y desde entonces me acompaña el luto y la soledad.

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