La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Tic, Tac...

Tenía que llegar. Eran los ocho menos veinte y aún estaba cerrando la puerta de mi despacho. No podía perder ni un segundo. Caminar, levantar la mano y agarrar un taxi que me llevara lo más rápido a la estación de Atocha, de donde salía tu tren. Tenía que llegar.
El taxi ya era mío, el taxi y los nervios. Noté el corazón bombeando en mi pecho, especialmente cuando alcancé la M-30 y observé el atasco que tenía por delante. ¡La lluvia, maldita lluvia!
No pasé de la mezquita en aquellos veinte minutos, en los que supuestamente iba a llegar a la estación para dedicarte mi última sonrisa y para prometerte más y mejores. No llegué y no suspiste que te quería y que te perdonaba.
Tenía que llegar, pero no llegué y nunca más supe de ti.

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