A veces uno tiene rachas malas, períodos en los que mandaría todo al garete. Jornadas en las que sólo se hacen presentes y patentes preocupaciones y en las que le surgen dudas sobre qué está haciendo con su vida.
Yo, tras unos días muy estresados y atareados, me caí. No por algo imaginado ni inventado, sino por algo concreto y tanguible. Hice daño a alguien que quiero, a una de esas niñas que me alegran y que hacen que mi vida sea especial. Me dio por pensar si realmente la logopedia era lo mío, porque fallé como educadora y como logopeda. No acerté trasmitiéndole mis sentimientos ni la confianza que tengo en ella. Mi exigencia no la entendió como algo positivo. Fallé, me fallé y le fallé.
Lo hable con mis jefes, que me hicieron verlo con otros ojos pero la mala conciencia y el sentimiento de culpa no se borra de un plumazo. Aún más, cuando uno mismo es consciente de que la motivación y algunas otras cosas han empeorado.
Hay que recapacitar.
El domingo también me fallé, demasiados errores en tan pocos días.
Y uno no se desploma pero sí ha de reflexionar y plantearse cosas. Currando tantas horas, casi no tengo tiempo de frenarme y pensar, pero lo intento. Me esfuerzo por saber donde estoy equivocándome porque sé que llevo un tiempo con muchos desatinos.
De momento, espero aprovechar a partir de mediados de diciembre para estudiar y dedicarme más tiempo a mí.
Luego vino otra decepción, quizás esperable pero no esperada para mí. Esa fue la que menos daño me hizo.
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