La punta de mi lengua

Lo dejé marchar y no me arrastró.

Un dia precioso

Irene y yo nos encontramos en el metro de San Bernardo, no hay tiempo que perder pues llevamos unos cuantos meses sin vernos (dos para ser exactas). Tomamos el metro hacia Sol, luego nos toca hacer un cambio para bajarnos en Embajadores.
Salimos a la calle, Irene continúa contándome sus novedades, que son muchas y lindas. Es una chica estupenda, llena de vida, creativa, divertida e ingeniosa. Esperamos tranquilamente al sol hasta que lleguen Velia y Rosa.
Veinte minutos más tarde estamos ya en el primer bar. Es un sitio curioso, forrados de carteles con mensajes y promesas de un mundo mejor. Seguimos poniéndonos al día.
Velia tampoco anda mal de novedades. Está más preocupada que en otras ocasiones, pero aún conserva la sonrisa en su cara. Y Rosa, Rosa es un amor, una de las personas con las que más cómoda me siento. La miras y no hay forma de no encontrarse con una mirada tranquila y una amiga dispuesta a escuchar. Rosa es profesora en un instituto y sé que me habría gustado tener una profesora como ella.
Son tres personas encantadoras, especiales y magníficas.
Después vamos subiendo por la calle principal de rastro. Irene tiene cosas que comprar, las demás hacemos lo que podemos por no molestar. Nos echamos a un lado y yo me dedico a desear buenos días a la gente que va pasando. Como nosotras no queremos comprar nada, parecemos puestas por la diputación. La verdad es que es una estampa curiosa.
Me gusta el ambiente del rasto, caminar despacio, sin sensación de prisa y que la multitud de gente no me invite a huir sino que me haga esta dichosa. Me paro a observar a un barquillero, con su gorra perfecta, sus pantalones bien puestos. De repente estoy en 1932 y en ese Madrid tan distinto del de ahora. Y pienso en mi abuelo, mi madre siempre me cuenta que me habría encantado conocerlo, que en el carácter me parezco mucho y en la curiosidad también. Pienso en él porque le encantaba Madrid y caminar por esa ciudad a la que se sentía tan unido. ¡Este hombre me hubiera enseñado tanto!
Cuando acaban las compras, decidimos retomar la otra tarea: las cañas. Para eso, nos vamos a la Plaza de la Cebada. Ahí estamos un buen rato y se producen multitud de encuentros inesperados. Las cañas saben a gloria, estés donde estés, si estás con gente a la que quieres. Aquí cayeron tres rondas, habíamos pillado mesa y había que disfrutarla.
Después fuimos peregrinando de una taberna a otra, sin parar de reir, de comentar cosas y de ser cómplices de una historia que sólo es nuestra.
Tras la ración de chopitos y la de bravas, tocó tirarnos al sol en la plaza del Humilladero y arreglar nuestros universos amorosos, en especial, el de Velia (serán que los demás no tienen solución). El sol calienta la suficiente para que aunque vaya cayendo la tarde estemos disfrutando de una amena conversación sin darnos cuenta del paso del tiempo, quizás el sol no caliente pero no sentimos el frío por el calor de la amistad y el gusto de las cosas bien hechas. Son estupendas, cada día estoy más segura de ello.
Más tarde, buscamos un sitio agradable para tomar un café. Yo propongo Rayuela, me parece un sitio encantador antes de que se llene de gente que quiera una copa en lugar de un café. Sin embargo, al final decidimos entrar en otro sitio (necesitamos tabaco urgentemente). En este sitio no hay café así que toca otra caña. No hay café ni lucky strike, las dejo sentadas en la mesa y corro a la "Tabernas de los Conspiradores" (¡Cómo me gusta el nombre de este sitio!) a por nuestro veneno favorito.
Rosa tiene que irse las obligaciones la reclaman. La despedimos algo apenadas, pero no mucho porque el día ha sido delicioso.
Las demás seguimos haciendo gala de lo bien que se nos da tomarnos cañas juntas.
Al final, toca decirse adios pero con la promesa de que pronto nos volvemos a ver.

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